Un cuento de un tren con problemillas técnicos, que nos enseña a no tener miedo a las visitas al taller (o al médico)
Había una vez, en el Valle de los Vagones, un pequeño trenecito llamado Rocky.
Rocky era rojo brillante, tenía dos faros luminosos y un silbato que sonaba más o menos como:
«¡Piiiii-piiiii-POFFF!», porque, sinceramente, aún no había aprendido a pitar del todo bien.
Cada mañana, Rocky corría por las vías como un cohete. Saltaba sobre los raíles, se deslizaba por los túneles silbando de alegría y saludaba a las vacas, que lo miraban pasar con cara de estar pensando en cosas muy de vacas.
—¡Soy el tren más rápido, más saltarín y más supergenial del mundo! —gritaba Rocky, a nadie en particular, porque ser modesto no era uno de sus talentos.
Pero un martes (porque los martes son peligrosamente impredecibles, como todo el mundo sabe), pasó algo.
Rocky estaba haciendo su mejor salto acrobático sobre un pequeño puente cuando oyó un sonido:
«CRACK-CLINK-CLANK».
Y luego, sintió que su rueda delantera derecha empezaba a tambalearse como un flan.
—¿Qué ha sido eso? —se preguntó, con una sensación extraña en el estómago que probablemente no debería tener un tren.
Intentó seguir rodando, pero su rueda hacía:
«CLONC-CLONC-CLONC»
en lugar del habitual y satisfactorio
«TAC-TAC-TAC».
Rocky paró en seco. Y eso, para un trenecito como él, era como pedirle a un tiburón que dejara de nadar.
—¡Mamáááá! —chilló.
Y, como en los mejores cuentos, allí apareció Mamá Locomotora, grande, brillante y con una bocina que podía despertar a todo el Valle de los Vagones.
—¿Qué pasa, pequeño vagón sin frenos? —preguntó Mamá, con voz de trueno cariñoso.
Rocky se removió incómodo sobre sus ruedas (las tres que aún funcionaban).
—Creo que… creo que mi rueda se rompió —dijo en un susurro.
Y, solo de pensarlo, se le arrugó la caldera del miedo.
Mamá se acercó, echó un vistazo con sus faros expertos y dijo:
—Bueno, bueno, no pasa nada, campeón. Solo necesitamos llevarte al Andén de Reparaciones.
Rocky tragó saliva (si es que los trenes pueden tragar saliva, que la verdad, nadie lo sabe).
—¿Al Andén de Reparaciones? ¿Allí donde están los médicos de trenes? ¿Con herramientas, tuercas, y… y… agujas ENORMES?
—Oh, no, cariño. No hay agujas. Solo llaves inglesas muy educadas y aceite que huele a tarta de nuez —rió Mamá.
Pero Rocky ya se imaginaba a un grupo de mecánicos con cascos gigantes y martillos aún más gigantes persiguiéndolo por un túnel oscuro mientras él gritaba “¡No me atraparéis con vuestras llaves inglesas!”
Mamá le dio un suave empujón con su morro:
—Vamos, campeón. No es para tanto. Además, después del Andén de Reparaciones, podemos hacer algo jutos.
Y así fue como Rocky, temblando un poco (solo un poquito, tampoco era cuestión de hacer un drama), fue con su mamá al Andén de Reparaciones.
El Andén de Reparaciones era un sitio curioso. No era oscuro ni siniestro, como Rocky se había imaginado.
En realidad, era bastante chulo: luces de colores, herramientas colgando como adornos y un olor delicioso a neumáticos nuevos.
Un enorme tren de carga, con bata blanca y una pegatina que decía “Dr. Remaches”, se acercó rodando hacia ellos.
—¡Hola, hola! —dijo el Dr. Remaches, sonriendo con sus faros brillantes—. ¿Y tú debes de ser Rocky, el trenecito saltarín del Valle de los Vagones?
Rocky asintió tímidamente.
—Bueno, bueno —dijo el doctor—, vamos a ver esa rueda traviesa.
Con mucho cuidado, como quien sopla una vela de cumpleaños que no quiere apagarse, el Dr. Remaches examinó la rueda.
—¡Ahá! —exclamó, con una sonrisa—. ¡Parece que solo está un poco floja! Nada que un apretón de tuercas y un chorrito de aceite no puedan solucionar.
Rocky frunció el ceño.
—¿Duele?
El Dr. Remaches rió tan fuerte que las herramientas tintinearon en la pared.
—¡Claro que no! Solo sentirás un pequeño “cosquillín” cuando apriete la tuerca. ¿Te gustan las cosquillas?
Rocky dudó.
—A veces sí… pero solo si no me pillan desprevenido.
—¡Perfecto! —dijo el doctor—. ¡Apretón cosquilloso en marcha!
Sacó una llave inglesa y empezó a apretar la rueda con un divertido
«ZRIK-ZRIK-ZRIK».
Rocky sintió un pequeño cosquilleo y soltó una risita involuntaria:
—¡Jejejeje! ¡Eso hace cosquillas!
En menos tiempo del que se tarda en decir “válvula de escape automática”, el Dr. Remaches terminó.
—¡Listo! ¡Ahora eres más rápido y fuerte que un vagón de carga en plena bajada!
Rocky parpadeó.
—¿Ya está? ¿Eso era todo?
—¡Eso era todo! —asintió el doctor—. Y te he puesto un poco de aceite de cereza en los ejes, para que huelan rico mientras ruedas.
Rocky se sentía como un tren nuevo. ¡Más bien, como un tren supersónico, listo para dar más saltos que nunca!
—¡Gracias, Dr. Remaches! —gritó Rocky, que ya no recordaba por qué estaba asustado antes de ir al Anden de Reparaciones.
Mamá Locomotora sonrió.
—¿Listo para una carrera con mamá ?
—¡Y para un millón de saltos! —añadió Rocky, muy contento.
Mamá rió tan fuerte que soltó un enorme bocinazo:
«¡TOOOOOOT!»
FIN.