Las Pequeñas brujas y la receta de Galletas mágicas de la Abuela Lola

Dos brujas pequeñas cocinando una receta de galletas mágicas

Un cuento genial para antes de dormir, para niñas y niños, sobre brujas buenas, galletas y un par de gatos mágicos.

Había una vez, en lo más alto de una colina llena de amapolas rebeldes, dos hermanitas que eran brujas. Pero ojo, no de las que lanzan rayos ni convierten a los vecinos en cochinillos por pisar sus geranios. No. Onix y Sofinis eran brujas de las buenas. Buenísimas, de hecho. Tan buenas que una vez ayudaron a un dragón a encontrar sus gafas de leer.

El único problemilla —que para ellas no lo era, pero para otros podía ser un “detallito importante”— es que no sabían hacer hechizos. Ni uno solo. Ni “abracadabra”, ni “patas de cabra”. Una vez Onix intentó convertir una piedra en queso, pero solo consiguió un queso muy duro. Y seguía sabiendo a piedra.

Por suerte, cada una tenía su propio gato mágico.

El gato de Sofinis se llamaba Don Miau, un felino gris con cara de lunes por la mañana y bigotes con más personalidad que un político en campaña. El de Onix era Chispa, una bola de pelo naranja que brillaba en la oscuridad y a veces lanzaba estornudos eléctricos.

—¡Chispa, no estornudes en la bañera! —gritaba Onix a menudo mientras se sacudía como un espagueti mojado.

Aunque las niñas no podían hacer hechizos con varitas, sí tenían algo igual de poderoso: la receta mágica de galletas de la abuela Lola.

La abuela Lola fue, según las leyendas (o según ella misma), la bruja repostera más importante de tres comarcas y media. Su legado no eran pociones ni escobas voladoras, sino una receta que decía:

“Galletas que hacen croac, croac. Solo por cinco minutos. Después te ríes y pides más.”

Así que Onix y Sofinis, con ayuda de Don Miau y Chispa, montaron una especie de laboratorio-cocina en una cabaña con tejas torcidas y una chimenea que parecía tener alergia al humo.

El proceso era más o menos así:

  1. Sofinis batía los huevos (a veces les cantaba ópera, por si ayudaba).
  2. Onix medía la harina a ojo… de gato. Don Miau supervisaba.
  3. Chispa calentaba el horno estornudando.
  4. Y por último, todas juntas recitaban:
    —“¡Galletitas de la abuela, no conviertan a la tía Estela!”

Era importante. La tía Estela vivía al lado y tenía muy mal perder. Nadie quería verla convertida en rana, aunque solo fuera cinco minutos. Otra vez.

Un día, decidieron llevar una bandeja de galletas mágicas a la feria del pueblo. Le pusieron un cartel que decía:
«Galletas croac-croac. Solo para valientes. Efectos temporales. No válidas para ex-alcaldes.»

El puesto fue un éxito.

—¡Estas galletas son una rana-maravilla! —gritó un panadero justo antes de convertirse en un Sapo muy elegante, con sombrero incluido.

—¡Qué delicia saltarina! —exclamó la profesora de música entre croac y croac, mientras hacía una coreografía de ballet anfibio.

La gente se lo pasaba en grande. Se convertían en rana cinco minutos, saltaban, se reían, y volvían a ser humanos justo a tiempo para tomarse un zumo o hacerse un selfie con sus patas palmeadas.

Pero, como en todos los cuentos con galletas mágicas y gatos eléctricos, algo tenía que torcerse.

Una tarde, apareció un señor muy serio, con un bigote tan tieso que parecía hecho de alambres de paraguas.

—Soy el Inspector Regulador de Magias Improvisadas, Normativas Gastronómicas y Reptiles Temporales. Me llamo Don Rigote. —Sacó una libreta y carraspeó. Dos veces.

—¿Y eso qué es? —preguntó Onix, que nunca había oído un título tan largo en su vida.

—¡Estoy aquí para clausurar su puesto de galletas! —declaró Don Rigote con cara de col lombarda.
—¡No tienen licencia de transformación anfibia temporal!

Sofinis y Onix se miraron. Luego miraron a sus gatos. Chispa soltó una chispa. Don Miau se relamió sin apuro.

—¿Y si le damos una galletita… para entender mejor el asunto? —sugirió Sofinis.

—¿Una sola? —añadió Onix con una sonrisa dulce como el glaseado.

Don Rigote frunció el ceño. Pero el olor a canela y trufa mágica era irresistible. Cogió una. La masticó. Croac.

Durante cinco minutos, Don Rigote fue la rana más seria del planeta. No saltó. No croó. Solo se quedó quieto, como una escultura de gelatina con corbata.

Al volver a ser humano, dijo en voz baja:

—Eso fue… inesperadamente… aromático.

Y se marchó sin más palabras. Solo dejó una nota que decía:
“Sigan haciendo magia. Pero manden una docena a mi despacho los viernes.”

Desde entonces, Onix y Sofinis fueron aún más populares. Los viernes se llenaban de encargos: cumpleaños, bodas, reuniones de vecinos aburridas.

Una vez, un niño pidió una galleta para que su profesora de mates se convirtiera en rana justo antes de un examen. Onix le dio una galleta, pero era solo de avena. Magia sí, travesura no.

La fama creció tanto que la tía Estela abrió una tienda al lado para vender sombreros para ranas. “Para no perder el estilo ni con patas.”

Una tarde, mientras llovía polvo de estrellas (cosa normal en esa colina), Onix le preguntó a Sofinis:

—¿Crees que algún día sabremos hacer hechizos de verdad?

Sofinis se encogió de hombros.

—¿Y para qué? Ya tenemos gatos mágicos, galletas que hacen croac y una tía que diseña sombreros para batracios. ¿Qué más quieres?

Don Miau maulló con tono sabio. Chispa estornudó y encendió la lámpara.

Y justo en ese instante, la cabaña olió a galletas recién horneadas y a risas de rana.

Que, para quienes no lo sepan, es uno de los olores más mágicos del mundo.


FIN