Un cuento para niñas y niños sobre la constancia, el esfuerzo y el atletismo de anfibios mágicos.
Había una vez, en un reino mágico lleno de magia, pero de la buena: con chispas, purpurina y casi ninguna explosión accidental, una rana llamada Alba.
Pero Alba no siempre había sido rana. Ni siquiera renacuajo. Una vez fue una princesa. De las de corona brillante, vestidos brillantes y clases de «Cómo sentarse recto».
Un día, por razones que tienen que ver con un pastel de cumpleaños robado, una broma a un ministro muy serio y una invasión de gallinas en el salón del trono (larga historia), una bruja decidió que ya estaba bien de tanto lío y… ¡ZAS! La convirtió en rana.
Y tú pensarás: «¡Qué tragedia!» Pero no. Para Alba, fue la mejor cosa que le pasó nunca.
Resulta que ser rana es divertidísimo. Puedes saltar donde te dé la gana, comer moscas sin que nadie te mire raro (aunque eso sí da un poco de asco, la verdad), y nadie te obliga a asistir a clases de etiqueta. Además, el estanque era precioso, lleno de nenúfares redonditos y perfectos para jugar al “A ver si caigo dentro o fuera”.
Y lo que más le gustaba a Alba, más incluso que las carreras de libélulas o las competiciones de croar agudo, era saltar de nenúfar en nenúfar.
Y un día, mientras estaba en su deporte favorito, Alba vio un nenúfar gigante, brillante, reluciente, cubierto de gotas de rocío que parecían diamantes chiquititos.
Estaba muuuy lejos.
Tan lejos que cualquier rana sensata habría dicho: “Mira, no. Me quedo aquí tomando el sol en este nenúfar blandito, gracias”.
Pero Alba no era una rana sensata. Era una rana curiosa, entusiasta, algo terca y con una ligera tendencia a los retos difíciles.
—¡Voy a saltar hasta ese nenúfar! —gritó, mientras unos renacuajos la miraban con los ojos muy redondos.
Tomó impulso, sacó pecho (o lo que una rana tiene donde iría el pecho) y… ¡ZUUUUMPLAF!
Cayó al agua. Con estilo, eso sí. Como si fuera parte del plan.
Y allí abajo, entre burbujas y algas, se encontró algo muy raro.
Una fiesta de animales del río.
Había peces con sombreros de papel, cangrejos bailando con anguilas, caracoles sirviendo refrescos de alga y una tortuga DJ pinchando “¡RITMO DE LAS OLAS!” a todo volumen.
—¡Eh, tú! —le dijo una carpa con gafas de sol—. ¿Quieres unirte?
—¡Gracias! Pero no, tengo un salto que entrenar —dijo Alba mientras sacudía el agua de sus patas traseras—. ¡Otro día!
—¡Vale! ¡Pero tráete unos gusanos! —gritó la carpa, volviendo a mover la aleta al ritmo de la música.
Y así empezó todo.
Durante días y días, Alba se entrenó para hacer el súper salto.
Saltaba por la mañana, por la tarde y, a veces, por la noche (aunque una vez se chocó con un murciélago dormido y decidió no repetir eso).
Cada día intentaba llegar más lejos. A veces caía en el agua. A veces se deslizaba como una croqueta mojada. A veces se daba la vuelta en el aire y aterrizaba de panza. Pero cada vez, se levantaba (o se desenroscaba), se reía y volvía a intentarlo.
Los otros animales la miraban desde la orilla.
—Nunca lo conseguirás —decía un sapo peludo y bastante gruñón.
—¿Para qué saltas tanto si puedes venir a la fiesta? —preguntó la tortuga DJ—. Tenemos limonada con escamas y todo.
—¡Porque quiero intentarlo! —respondía Alba—. ¡Porque se que puedo conseguirlo!
Poco a poco, algo cambió. Los renacuajos empezaron a animarla. Las libélulas le hacían sombra con sus alas para que no se acalorara. Incluso el sapo gruñón empezó a traerle hojas de menta para los músculos.
—No está mal, ranita —decía, haciéndose el serio—. Pero no bajes la guardia. Ese salto aún se te resiste.
Y Alba sonreía, con la lengua fuera, las patas temblando, pero el corazón contento.
Hasta que llegó el gran día.
El sol brillaba. El estanque estaba tranquilo. Los nenúfares se mecían suavemente, como si esperaran algo importante. Y Alba lo sabía: ese era el momento.
—¡Hoy es el día! —gritó, mientras todo el estanque se reunía para mirar.
—¡Vamos, Alba!
—¡Tú puedes!
—¡No te olvides de respirar!
Alba cerró los ojos. Pensó en todo lo que había hecho. En los saltos fallidos, en las risas, en las fiestas que se perdió, en la vez que se le quedó una sanguijuela pegada en el pie. Y pensó: «No importa si lo consigo. Lo que importa es que lo he intentado con todo mi corazón.»
Y entonces… saltó.
Fue un salto largo.
Muy largo.
Tan largo que los pájaros se apartaron por si acaso.
Tan largo que una nube le dijo: “¡Ey, tú no deberías estar aquí!”
Y… aterrizó.
¡PLOFT!
Justo en el nenúfar más brillante del estanque.
Durante un segundo, nadie dijo nada. Se hizo un silencio tan silencioso que hasta los renacuajos dejaron de burbujear.
Y luego…
—¡LO CONSIGUIÓ! —gritó el sapo gruñón.
—¡LO CONSIGUIÓ! —gritaron los peces.
Hubo vítores, croares, y una fiesta acuática que duró hasta que la luna se quedó dormida.
Alba sonreía. No por haber llegado al nenúfar (que también), sino porque se había demostrado a sí misma que nada es imposible cuando lo haces con alegría, constancia y un par de patas saltarinas.
—¿Y ahora qué harás? —le preguntó la carpa con gafas.
—Pues… creo que por fin voy a esa fiesta —dijo Alba.
Y se lanzó al agua con una voltereta triple que dejó a todos con la boca abierta.
Porque si algo sabía Alba, la rana que una vez fue princesa, es que la verdadera magia no está en los hechizos ni en las coronas, sino en lo que uno elige hacer cada día.
Y a veces, eso es saltar.
Otras veces, bailar.
Y otras… ¡las dos cosas a la vez!.
FIN.