un cuento para niñas y niños sobre una gata ingeniosa, en el que veremos como las distintas capacidades nos hacen especiales.
En lo alto de una ciudad llena de coches gruñones y palomas cotillas, había una azotea. No una azotea cualquiera. Esta tenía tres tiestos vacíos, una sombrilla rota y una vieja tumbona que olía a calcetín olvidado. Pero lo más importante: allí vivía Fryda.
Fryda era una gata callejera con más rayas que una cebra en pijama y una cojera que la acompañaba desde su nacimiento: su pata trasera izquierda era un poco más corta que las demás. Solo un poquito, pero bastaba para que algunas cosas le costaran un poco más que al resto de gatos y gatas y para que se balanceara un poco al andar.
—¡Zig-zag y patacrac! —decía el gato Tuercas cada vez que Fryda intentaba saltar una canaleta.
Tuercas era uno de sus mejores amigos. Era naranja, gordito y hablaba como si tuviera bigotes incluso en el alma. El otro amigo de Fryda era Gino, un gato negro con una mancha blanca en la barriga que decía que era un «emblema ancestral de los Gatos de la Medianoche». Aunque todos sabían que era simplemente una mancha de yogur que nunca se quitó.
Fryda, Tuercas y Gino formaban una pandilla. La pandilla de la Super Azotea. Bueno, nadie más la llamaba así, pero a ellos les parecía muy épico.
Fryda no podía saltar tan alto ni correr tan rápido como sus amigos, pero la mas lista. Mientras los otros gatos se lanzaban de tejado en tejado como si fueran superhéroes peludos, Fryda miraba, pensaba y encontraba mejores caminos entre cajas, tubos y antenas.
—¿Para qué saltar si puedes usar el tendedero como tirolina? —decía mientras se deslizaba agarrada con las patas delanteras y el rabo al vuelo.
Todo iba bien en la azotea hasta que un día llegó Don Bigotes.
Don Bigotes era un gato enorme, con un pelaje tan negro que la noche parecía su sombra. Tenía unos ojos amarillos como dos farolas enfadadas.
—¡Yo seré el nuevo jefe de la azotea! —maulló con voz grave, mientras susurraba a su propio reflejo en un charco—. Nadie se opondrá a Don Bigotes.
Y claro, todos los gatos se encogieron. Menos Fryda, que no se encoge por nadie.
—¿Jefe de qué? Aquí nadie manda. —dijo ella, moviendo la cola con desdén felino.
Don Bigotes la miró de arriba abajo y soltó una risita malévola que sonó como si se le hubiese quedado una espina entre los colmillos.
—¿Tú? ¿Con esa patita ridícula? Vuelve a tus cajas.
Fryda no se iba a dejar pisotear. Esa noche, mientras todos los gatos dormían, reunió a Tuercas y a Gino en la sombrilla rota.
—Este tipo viene aquí a dar órdenes y a burlarse de nosotros. ¡Esto es personal!
—Además, quiere quitarte tu caja favorita —añadió Gino, que era más diplomático pero muy protector de las cajas ajenas.
—¡¿Qué?! —exclamó Fryda, indignada— ¡Mi caja del cartón grueso, la que tiene hueco para mis orejas!
Así que elaboraron un plan.
Primero, espiaron a Don Bigotes. Y no era difícil, porque el gato hablaba solo, como los villanos de las películas. Lo encontraron practicando su risa malvada frente a una parabólica oxidada.
—¡Mwahahahá! ¡Seré el amo del tejado! ¡Y después, del barrio entero! Luego… ¡del universo! ¡Y luego pediré sardinas en cada esquina!
—Este gato está como una cabra —susurró Tuercas.
El plan de Fryda era sencillo: hacer que Don Bigotes se fuera solito. Nada de peleas. Nada de uñas. Solo ingenio.
Primero, le tendieron una trampa con sardinas falsas hechas de papel aluminio y restos de atún seco. Don Bigotes cayó de lleno.
—¡Deliciosa… aaaargh! —gritó mientras se le quedaba un trozo de papel en la lengua— ¡Esto sabe a pila gastada!
Segundo, Fryda usó su conocimiento del tejado para guiarlo por un «camino secreto» que era, en realidad, una pista de obstáculos: canaletas resbaladizas, cuerdas flojas, y una caja con un gato muy enfadado dentro (nadie sabía cómo había llegado ese gato allí, pero rugía como una aspiradora vieja).
Al final del recorrido, Don Bigotes terminó cubierto de polvo, con la cola erizada y una maceta en la cabeza. Todos los gatos lo miraban desde las sombras, conteniendo la risa.
—¡Esto es una trampa! —gritó el villano empolvado— ¡Una… una traición organizada por una… una gata coja!
Fryda caminó hacia él, despacito, pero con paso firme.
—¿Y qué si soy coja? Puedo que no corra como tú, pero te he ganado en tu propio juego.
Don Bigotes bufó, escupió un poco de papel de aluminio y salió corriendo por la escalera de incendios, tropezando con cada peldaño.
Y desde entonces, Fryda fue considerada la gata más astuta del tejado. No era jefa, claro, porque los gatos no creen en jefes. Pero sí en el respeto. Y en las cajas cómodas. Y en la astucia que hace falta cuando el mundo no está hecho a tu medida.
Fryda siguió viviendo en su azotea, junto a Tuercas, Gino y otros gatos que venían de visita a oír la historia de cómo una gata con una pata más corta que las demás salvó el tejado de un tirano con bigotes de escoba.
Y por las noches, cuando la luna se asomaba curiosa, Fryda se tumbaba en su caja, miraba las estrellas y decía:
—¿Quién necesita cuatro patas iguales, cuando tienes buenos amigos, muchas ideas y una buena sombrilla?
Y todos ronroneaban de acuerdo.
Fin.