un cuento infantil de un árbol que no sabía nada de botánica, que en realidad habla sobre los cambios, los ciclos y como los enfrentamos
En lo alto de una colina, donde el viento cantaba un poco demasiado alto y las ardillas llevaban bufandas en invierno (porque eran muy presumidas), vivía un árbol.
Pero no era un árbol cualquiera.
Era el Árbol de Mil Hojas.
—Mil. Justas. Ni una más, ni una menos —decía con orgullo el propio árbol, que se llamaba Baldomero, aunque no se lo contaba a nadie porque le parecía un nombre muy poco vegetal.
Baldomero se sentía muy especial con sus mil hojas. Las contaba cada mañana con cuidado. Sus hojas eran verdes, brillantes y bailaban al ritmo del viento como si fueran en una fiesta de cumpleaños que nunca terminaba.
Todo iba bien… hasta que llegó el otoño.
Primero, una hojita amarilla cayó suavemente al suelo.
—Oh, no pasa nada —se dijo Baldomero—. Solo estaba un poco suelta. Seguro que era una hoja floja. Tengo 999 más.
Pero luego cayó otra. Y otra.
Y otra.
Y luego, por si fuera poco, cayeron ocho más de un estornudo de ardilla.
—¡ACHÚ!
—¡AY, MIS HOJAS!
Las hojas seguían cayendo.
—¡Deténganse!¡Esto es un ultraje! —gritaba Baldomero, indignado, mientras el viento se las llevaba riendo como si fueran pañuelos de papel.
Los árboles vecinos, que eran más sabios (o al menos leían revistas de jardinería), trataban de consolarlo:
—Tranquilo, Baldomero, solo estás perdiendo las hojas porque eres de hoja caduca.
—¿Hoja qué? —preguntó Baldomero, con cara de corteza confundida.
—¡Caduca! Que se te caen las hojas en otoño. Es normal. Les pasa a todos los árboles como tú.
Baldomero se quedó mudo. Bueno, no hablaba realmente, pero dejó de crujir por la sorpresa.
—¿Quieres decir… que esto es… natural?
—¡Así es! —dijeron todos los árboles, al unísono—. Es la naturaleza.
Pero Baldomero no estaba convencido.
Él no quería ser un árbol caducoso o caduco, o como se llamase esa cosa horrible. Él quería ser un Árbol de Mil Hojas, no un palo triste con ramas calvas.
Así que, cuando cayó la última hoja, Baldomero hizo lo que haría cualquier árbol con demasiada imaginación y muy poca información científica: entró en pánico.
—¡SE ACABÓ! ¡ME ESTOY MURIENDO! ¡LLAMAD A UN BOTÁNICO! ¡LLAMAD A UN JARDINERO! ¡LLAMAD A MI MAMÁ ARRAIGA EN EL BOSQUE!
Los pájaros dejaron de cantar, y hasta las ardillas se bajaron de las ramas para consolarlo.
—No te mueres, Baldomero. Es solo el invierno. Descansarás un poco, y en primavera volverán tus hojas.
—¿Volverán? ¿Y si no quieren? ¿Y si se van a otro árbol más moderno? ¿Uno con Wi-Fi?
Así pasó el invierno.
Baldomero se quedó quieto, sin hojas y triste como un paraguas en el desierto.
Miraba al cielo gris y suspiraba.
(Sí, los árboles pueden suspirar, pero solo en días muy fríos y melancólicos).
Algunos animales del bosque intentaron animarlo:
Un caracol trató de animarlo contándole chistes lentos.
Una ardilla intentó ponerle bufandas en las ramas.
Una urraca le colgó collares de cosas brillantes.
Nada funcionó.
Hasta que…
Una mañana, con el primer sol de primavera, Baldomero notó algo.
—¿Qué es eso? —se preguntó, mirando su rama más baja.
Era… ¡una yema!
¡Una hojita nueva, pequeñita y tímida!
—¡VUELVEN! ¡HAN VUELTO! —gritó, despertando a toda la colina.
—¿Quién vuelve? —preguntó una zarigüeya dormida—. ¿Los extraterrestres?
—¡NO! ¡MIS HOJAS! ¡MIS QUERIDAS HOJITAS!
Y en pocos días, Baldomero empezó a vestirse de verde otra vez.
Las hojas brotaban por todas partes como palomitas en una sartén.
¡Plop! ¡Plip! ¡Plaf!
Los pájaros volvían a hacer nidos.
Las ardillas bailaban en sus ramas.
Las flores le hacían reverencias (bueno, se inclinaban por el viento, pero él lo tomaba como reverencias).
Y Baldomero, ahora con mil nuevas hojas brillantes y olor a primavera, estaba más feliz que nunca.
—¡Soy el árbol más frondoso de la colina otra vez! —anunció, agitando sus ramas.
Desde entonces, cada otoño, cuando empezaban a caerle las hojas, Baldomero ya no se asustaba.
Bueno, vale, un poco.
Pero enseguida se acordaba:
—Soy un árbol de hoja caduca… ¡pero de espíritu perenne!
Y todos los animales de la colina aplaudían.
(O al menos hacían ruiditos con las patas, que para un árbol es prácticamente lo mismo).
FIN