un cuento para niños y niñas ideal para los que esperan la llegada de una nueva hermanita o hermano (y para los que ya saben lo que eso significa)
En un rincón olvidado de Nuevazelanda, entre montañas cubiertas de helechos gigantes y ovejas salvajes, vivía un pequeño troll de piedra llamado Grugh.
Grugh estaba hecho de piedra volcánica, tenía el pelo de musgo más esponjoso de todo el Valle y una nariz redondita. Nuestro pequeño troll, era hijo único, el Príncipe de las Rocas, el Soberano del Sofá del Salón, el Comedor Oficial del Último Trozo de Tarta.
Todo eso cambió un día.
—Grugh, tenemos una gran noticia —dijo su madre, mientras tallaba una cuna en una roca—. Vas a tener un hermanito. O hermanita. O… bueno, aún no sabemos si será un troll o una troll, pero ¡viene en camino!
Grugh dejó caer su cucharón de cereales con lava tibia.
—¿¡QUÉ!? ¿¡UNA ROCA BEBÉ!? ¿¡Aquí!?
Su padre, un troll enorme con barba de líquenes y ojos como canicas, asintió.
—Sí, hijo. Pronto no serás el único trollito de esta cueva.
Grugh sintió un terremotito interior. ¿Qué significaba eso? ¿Tendría que compartir sus piedras favoritas? ¿Le darían su sitio en la piedra-calefacción? ¿Y si el bebé venía con babas explosivas?
Aquella noche, Grugh no durmió bien. Soñó que la roca bebé le robaba sus galletas de musgo, se comía sus libros de aventuras y le llenaba la cama de babas. En el peor de los sueños, sus padres decían que la nueva criatura sería el Rey o Reina de la Cueva… y que él tendría que dormir en el estante de las herramientas oxidadas.
A la mañana siguiente, Grugh decidió que había que hacer algo. ¡Urgentemente! Así que se puso su gorro de musgo (que no servía para nada, pero lo hacía sentir más importante) y marchó al bosque a buscar consejos.
Primero fue a ver al Viejo Zogg, el sapo sabio que vivía en una charca.
—¿Un hermanito? —croó Zogg—. ¡Peligrosísimo! Puede que te copie, te persiga o incluso te adore sin parar.
—¿Adorarme? —Grugh se rascó el musgo—. ¿Eso es bueno?
—Claro —dijo Zogg—. Te seguirá a todas partes. Incluso cuando vayas al baño.
Grugh se estremeció. Y siguió caminando.
Después visitó a Mimi la Moa, un ave gigante que hablaba muy rápido y nunca terminaba sus frases.
—Oh, Grugh, yo tengo como doce hermanos. El pequeño, Bob, se comió mi nido. Luego me hizo una tarjeta que decía “Lo siento, sabía a galleta”. Ahora lo adoro. Pero no le prestes tus cosas favoritas. Ni tu cepillo de dientes. Ni…
Grugh se alejó lentamente mientras Mimi seguía hablando sola.
Al volver a casa, Grugh encontró a sus padres decorando la cueva. Habían puesto luces de luciérnagas, una alfombra de cesped suave y un cartel que decía “¡BIENVENIDA ROQUITA!”.
—¿Por qué estáis haciendo tanto lío? —gruñó Grugh—. ¡Si ni siquiera ha llegado!
—Porque estamos contentos —dijo su madre, dándole un abrazo tan fuerte que le hizo crujir una oreja—. Y tú también deberías estarlo. Vas a ser hermano mayor.
Grugh frunció el ceño.
—¿Y qué hace exactamente un hermano mayor? ¿Mandar? ¿Repartir galletas? ¿Tener más votos en las reuniones familiares?
—Un hermano mayor cuida, enseña y también… tiene que compartir —respondió su padre.
—¿Compartir? —Grugh casi se desmayó—. ¿También mis calcetines de lava?
—Sobre todo esos —dijo su madre, sonriendo—. ¡Son tan calentitos!
Los días pasaron. La cueva se llenó de preparativos, olores extraños y cosas con nombres ridículos como “babero lavaresistente” y “biberón de roca líquida”.
Grugh se sentía… raro. A veces contento, a veces gruñón. Otras veces le entraban ganas de esconderse en su cueva secreta detrás del armario de setas.
Una tarde, sus padres le dieron una caja envuelta con hojas brillantes.
—Esto es para ti, Grugh. Por ser tan paciente.
Dentro había una camiseta que decía: «Hermano Mayor Oficial – Experto en Aventuras y Babas».
Grugh se la puso, y aunque al principio pensó que picaba un poco (el musgo nuevo siempre pica), se sintió… especial.
Y entonces, una noche, mientras Grugh intentaba dormir, su padre entró corriendo:
—¡Ha llegado! ¡La roca bebé ha llegado!
Grugh tragó saliva.
—¿Ya? ¿Tan pronto? ¿No podíamos… no sé… posponerlo hasta el próximo eclipse?
Pero ya era tarde. Su madre estaba acunando a una criatura pequeña, redonda, con ojos enormes y pelo de musgo más suave que el suyo.
—Grugh, te presentamos a tu hermanita: Blop.
Blop lo miró. Luego se tiró un pedo de lava y se rió.
Grugh no sabía qué decir. No parecía tan terrible. De hecho, era… graciosa. Pequeña. Extrañamente adorable. Como una croqueta musgosa.
—¿Puedo… sostenerla? —preguntó.
Su madre asintió. Grugh la sostuvo con cuidado. Blop le agarró el dedo y se lo metió en la boca.
Grugh sonrió. Una sonrisa auténtica. Por primera vez en días.
—Es pegajosa —dijo—. Me gusta.
Desde ese día, todo cambió… pero no para mal.
Grugh seguía siendo el Príncipe del Sofá (cuando Blop no lo usaba), todavía comía el último trozo de tarta (cuando Blop no se lo robaba), y aún mandaba en la cueva (cuando Blop dormía).
Pero ahora, tenía una compañera de aventuras. Una mini trollita que lo adoraba, que intentaba imitar sus rugidos y que siempre reía cuando le hacía su famosa danza de la piedra resbalosa.
A veces era cansado. A veces había muchas babas. ¡MUCHAS!
Pero Grugh descubrió que ser hermano mayor no era perder nada.
Era ganar algo.
Algo pequeño. Baboso. Insoportable a veces.
Pero lleno de amor.
Y con eso, Grugh decidió que su título oficial debía ser:
“Hermano Mayor de Blop, Campeón de los Cuentos para Dormir, Guardián de Galletas y Rey del Amor Rocoso.”
Y nadie se lo discutió.
FIN.